Anoche fui al cine y vi ‘Habemus Papam’, la película del italiano Nanni Moretti.
La historia es bastante original, por cierto.
Un nuevo Papa es elegido pero cuando va a dirigirse por primera vez a la multitud de fieles sufre un ataque de pánico que le hace huir. Entonces el Vaticano recurre a un renombrado psicoanalista para encarar el problema.
A partir de allí la trama se complica: el Papa recorriendo anónimamente las calles de Roma, interactuando con la gente común, el psicoanalista ateo atrapado dentro del Vaticano e interactuando con los dignatarios religiosos, un guardia ocupando secretamente las habitaciones del Sumo Pontífice…
La película encierra un secreto que todo aquel que trabaja en política debería grabarse a fuego.
Es vital tratar de conocer a los otros.
No a los otros parecidos.
No a los otros vinculados.
No a los otros que no son tan otros.
Sino a los otros diferentes.
Muy diferentes.
Otros.
Hay que ver al maravilloso Michel Piccoli poniendo rostro a ese Papa que descubre a la gente común, de carne y hueso, la gente que tiene una vida tan cerca y tan lejos del Vaticano.
La gente, simplemente.
Hay que ver al psicoanalista dialogando y hasta jugando con esos Cardenales tan alejados de su vida y de sus concepciones y hasta de su manera de sentir.
Hay que ver a ese guardia confinado en la recámara del Papa y poniéndose durante algunas horas en la piel y en la costumbre de aquel ser humano tan lejano al que custodia detrás de la puerta.
Los 3 descubren, experimentan, se asombran, aprenden.
Los 3 comprenden.
Los 3 crecen.
No hay peor error político que enclaustrarse entre los iguales. Hundirse por completo entre quienes piensan lo mismo y sienten lo mismo.
Y no hay mayor virtud que abrir puertas y ventanas y salir a descubrir a los otros.
No a más de nosotros.
A los otros verdaderamente otros.
‘Habemus candidato’, decimos a veces. Y nos preguntamos si la gente conoce a ese candidato.
Pero esa es la pregunta equivocada.
Porque la pregunta decisiva es si ese candidato conoce a la gente.