Faltaban menos de tres meses para la elección presidencial. Frente a mí estaban el candidato presidencial y el jefe de campaña. Sobre la mesa habían varias carpetas en papel con datos recientes de dos empresas encuestadoras muy serias. Pero la campaña no sabía cómo interpretarlas. Y mientras tanto se limitaba a seguir el olfato de los políticos más experimentados del elenco.
El problema era que tenían miedo. Miedo a que se estuvieran perdiendo algo. Miedo a la posible existencia de una amenaza electoral desconocida para ellos. Miedo también a la posible existencia de una oportunidad electoral que no estuvieran aprovechando.
Por eso me llamaron.
Querían que estudiara esas encuestas, esa oscura madeja de cuadros y números. Y que les hiciera una traducción razonable de todas ellas. Para poder ver las amenazas y las oportunidades.
Me llevé todo el material. Lo estudié rigurosamente. Saqué conclusiones. En mi análisis toda su estrategia de campaña estaba equivocada porque se basaba en presunciones erróneas. Por lo tanto preparé un informe escrito y les hice una presentación verbal. La elección estaba perdida salvo que hicieran un gran giro en la campaña. Un giro estratégico basado en los datos reales que surgían de las encuestas.
Me miraron desconcertados. Me dijeron que no. Que no era para tanto. Que ellos iban a ganar. Que era más bien cuestión de matices. Que todo seguiría igual. Que buenas tardes, muchas gracias por el trabajo, mucho gusto en conocerlo y hasta nunca.
Yo perdí, claro está. Me quedé sin un cliente.
Ellos perdieron mucho más. Se quedaron sin la presidencia. Porque perdieron, sí señor. Perdieron ampliamente una elección que podrían haber ganado.
La moraleja es que la estrategia se tiene que apoyar siempre en datos fiables, en una evaluación correcta del escenario electoral, de las fuerzas intervinientes, de la posición de cada candidato en la mente de los votantes.
Siempre.
Primero la realidad.
Aunque no nos guste. Aunque desafíe nuestros prejuicios.
Primero siempre la realidad.
Daniel Eskibel